CARLOS ALBERTO VALLE SÁNCHEZ
 
Un Canto a la Vida y al Amor
 
     
 
 
 
 
   
 
 
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EPIFANIO MEJÍA

EL ARRIERO DE ANTIOQUIA

Es lunes por la mañana,
apenas va amaneciendo,
en el naranjo del patio
ya chillan los azulejos.

Sentado sobre una enjalma
que está doblada en el suelo,
aguarda con impaciencia
su desayuno el arriero.

Juana, su mujer, le trae
chocolate en coco negro,
con una arepa redonda
y una tajada de queso.

Muerde, masca, sorbe, traga
y sopla y sigue sorbiendo,
y con el último sorbo
le dice a Juana “Hasta luego”.

Enciende un grueso tabaco
y, ya de la casa lejos,
con los dedos en la boca
silba llamando a su perro.

El blanco cachorro cruza
por los sembrados del huerto,
y, ágil salvando las cercas,
corre del silbo al acento.

Chupa, y bocanadas de humo
se lleva al pasar el viento;
blanca ceniza corona
la luz del oculto fuego.

- Caramba, Rita, qué ojitos!
- Caramba, qué zalamero!
Saludes en la montaña
a las muchachas de Pedro.

Regando rayos de oro
asoma el sol tras el cerro,
como amarilla custodia
que se alza en oscuro templo.

Alegre, cantando monos,
sigue su marcha el arriero,
camino de la quebrada
que queda abajo del pueblo.

Rita que canta aporreando
su ropa en el lavadero,
oye sonar las albarcas
del otro lado del cerco.

Deja de lavar y fija
sus ojos en el mancebo,
y, “présteme la candela”,
dice del agua saliendo.

Chupa el arriero el tabaco
y al ver que no tiene fuego,
de su carriel va sacando
eslabón, piedra y yesquero.

Suena el eslabón rozando
de la piedra el filo terso,
rápidas chispas encienden
la negra yesca de lienzo.

Y al sol brillando sus trenzas,
y al sol sus dos ojos negros,
con su dengoso donaire
vuelve Rita al lavadero.

Y alegre, cantando monos
sigue su marcha el arriero,
camino de la quebrada
que queda abajo del pueblo.