CARLOS ALBERTO VALLE SÁNCHEZ
 
Un Canto a la Vida y al Amor
 
     
 
 
 
 
   
 
 
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MANUEL ACUÑA

RESIGNACIÓN

¡Sin lágrimas, sin quejas,
sin decirnos adiós, sin un sollozo!
cumplamos hasta lo último... la suerte               
nos trajo aquí con el objeto mismo,
los dos venimos a enterrar el alma               
bajo la losa del escepticismo.

Sin lágrimas... las lágrimas no pueden               
devolver a un cadáver la existencia;
que caigan nuestras flores y que rueden,               
pero al rodar, siquiera que nos queden
seca la vista y firme la conciencia.
              
¡Ya lo ves! para tu alma y para mi alma
los espacios y el mundo están desiertos...               
los dos hemos concluido,
y de tristeza y aflicción cubiertos,
ya no somos al fin sino dos muertos               
que buscan la mortaja del olvido.

Niños y soñadores cuando apenas               
de dejar acabábamos la cuna,
y nuestras vidas al dolor ajenas
se deslizaban dulces y serenas
como el ala de un cisne en la laguna               
cuando la aurora del primer cariño
aún no asomaba a recoger el velo               
que la ignorancia virginal del niño
extiende entre sus párpados y el cielo,               
tu alma como la mía,
en su reloj adelantando la hora
y en sus tinieblas encendiendo el día,               
vieron un panorama que se abría
bajo el beso y la luz de aquella aurora;               
y sintiendo al mirar ese paisaje
las alas de un esfuerzo soberano,               
temprano las abrimos, y temprano
nos trajeron al término del viaje.
              
Le dimos a la tierra
los tintes del amor y de la rosa;
a nuestro huerto nidos y cantares,               
a nuestro cielo pájaros y estrellas;
agotamos las flores del camino               
para formar con ellas
una corona al ángel del destino...
y hoy en medio del triste desacuerdo               
de tanta flor agonizante o muerta,
ya sólo se alza pálida y desierta
la flor envenenada del recuerdo.
              
Del libro de la vida
la que escribimos hoy es la última hoja...               
Cerrémoslo en seguida,
y en el sepulcro de la fe perdida
enterremos también nuestra congoja.
Y ya que el cielo nos concede que este               
de nuestros males el postrero sea,
para que el alma a descansar se apreste,               
aunque la última lágrima nos cueste,
cumplamos hasta el fin con la tarea.
              
Y después cuando al ángel del olvido
hayamos entregado estas cenizas
que guardan el recuerdo adolorido              
de tantas ilusiones hechas trizas
y de tanto placer desvanecido,               
dejemos los espacios y volvamos
a la tranquila vida de la tierra,
ya que la noche del dolor temprana               
se avanza hasta nosotros y nos cierra
los dulces horizontes del mañana.
              
Dejemos los espacios, o si quieres
que hagamos, ensayando nuestro aliento,               
un nuevo viaje a esa región bendita
cuyo sólo recuerdo resucita
al cadáver del alma al sentimiento,               
lancémonos entonces a ese mundo
en donde todo es sombras y vacío,               
hagamos una luna del recuerdo
si el sol de nuestro amor está ya frío;               
volemos, si tu quieres,
al fondo de esas mágicas regiones,
y fingiendo esperanzas e ilusiones,               
rompamos el sepulcro, y levantando
nuestro atrevido y poderoso vuelo,               
formaremos un cielo entre las sombras,
y seremos los duendes de ese cielo.